La dictadura de ser mujer

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Publicado en TuPeriódico

Soy una mujer de 32 años, que no entra en los estándares de belleza, feminista y metida en política. O sea, el blanco perfecto para las críticas de quienes creen que el valor de una mujer se mide en kilos, sonrisas y docilidad. Lo sé bien: si eres gorda, todo lo que hagas o digas está sujeto a juicio. Si eres feminista, te llamarán exagerada. Y si te metes en política, más te vale ser impecable, porque cualquier error se usará como prueba de que las mujeres no estamos hechas para el poder. Pero lo peor es que, hagas lo que hagas, nunca será suficiente: la presión de encajar en lo que se espera de nosotras no desaparece con los años, solo cambia de forma.

De pequeñas, se nos educa para ser obedientes, para ser «buenas niñas». Mi madre siempre dice una frase, LA frase: «tú de pequeña no hablabas por no molestar. ¿Dónde está mi niña ahora?». En la adolescencia hay que ser deseables, pero sin pasarnos, porque «una chica fácil» es lo peor que puedes ser, porque si te pasa algo te lo has buscado tú. Ya de adultas nos toca ser exitosas, pero no intimidantes; madres, pero no agobiantes; independientes, pero no solitarias. Y, por supuesto, siempre jóvenes y delgadas.

La dictadura de la juventud y la delgadez es una de las muchas condenas que arrastramos toda la vida. Desde la adolescencia, cuando descubrimos que la sociedad nos valora más por el espacio mínimo que ocupamos que por nuestras ideas, hasta la adultez, cuando las canas y las arrugas se convierten en enemigos a combatir.

Mientras los hombres envejecen con dignidad y hasta ganan atractivo convirtiéndose en maduritos interesantes, a nosotras se nos castiga con invisibilidad. Si te descuidas, desapareces. O peor, te llaman «dejada». Si intentas resistirte, te llaman «obsesionada». Y si te da igual, te dicen «valiente». Como si no estar a dieta fuera un acto heroico.

A todo esto hay que sumarle otra carga: la obligación de ser ejemplares. Se espera que seamos modelos de moralidad, cuidadoras perfectas, trabajadoras incansables, seres de luz y, si nos metemos en política, feministas educadas y sonrientes que nunca se enfadan. Porque una mujer enfadada es una histérica. Ojalá tener la libertad de no tener que demostrar constantemente nuestra valía ni pedir permiso para ocupar los espacios o existir.

Pero no se trata solo de expectativas. También se trata de derechos, o más bien, de la falta de ellos. En algunos países, nos los quitan uno por uno. El derecho al aborto, por ejemplo, es una amenaza constante. Cada vez que creemos haber avanzado, aparece algún iluminado dispuesto a decidir por nosotras. Y si hablamos de mutilación genital, matrimonio infantil o trata de mujeres, la cosa se vuelve aún más cruda. Porque, aunque suenen a problemas lejanos, siguen ocurriendo en pleno siglo XXI. Mientras algunos hombres se quejan de que el feminismo los «oprime» mientras la ultraderecha niega la realidad en países extranjeros o en nuestros propios ayuntamientos, hay niñas casadas a la fuerza, mujeres mutiladas y vendidas como mercancía.

Curiosamente, en los últimos años ha resurgido una tendencia preocupante: las tradwifes.  Mujeres que promueven volver a los roles de género de los años 50, donde el marido manda y ellas cocinan con una sonrisa. Ya sabéis: «hoy a Pablo le apetecía…».  No hay nada de malo en elegir ser ama de casa, pero el problema es cuando se presenta como la única opción legítima para una mujer.

Por otro lado, tenemos el feminismo descafeinado, el que solo lucha por lo que no incomoda a los hombres, ese que se olvida de la Q en las siglas que representan al colectivo, ese que no tiene muy claro a qué cárcel o a qué baño deben entrar las mujeres transexuales. Ese que dice que el feminismo también beneficia a los hombres para que no se asusten demasiado. Lo cierto es que sí, algunos hombres se ven beneficiados cuando el feminismo denuncia el sesgo de sexo en la medicina, porque los estudios clínicos históricamente se han hecho con varones como referencia, lo que lleva a diagnósticos erróneos y tratamientos menos efectivos para nosotras, también hay ocasiones en las que este problema afecta a los hombres, y es el feminismo el que lo visibiliza. Ejemplos de ello son los estereotipos de género que han hecho que enfermedades como la depresión se consideren femeninas, diagnosticándola en menor número a los hombres, provocando tasas más altas de suicidio masculino. O la osteoporosis, vista como enfermedad de mujeres, lo que hace que los hombres no reciban prevención ni tratamiento hasta que el problema es grave. Pero eso no significa que ellos sean las víctimas principales.

Algunos hombres, en lugar de apoyar la lucha feminista, exigen su propio «Día Internacional del Hombre». Y sorpresa: ¡existe! Es el 19 de noviembre. Pero en vez de celebrarlo exigiendo justicia por problemas reales, muchos lo usan para quejarse de que ya no pueden hacer chistes machistas, besar a una mujer sin su consentimiento o decirle un piropo sin consecuencias.

Así que, queridos hombres, os invito a celebrarlo como corresponde: brindad por no ser obligados a parir, por no ser vendidos como esposas, por no ser mutilados genitalmente de niños (lo siento, la circuncisión no nos vale), por no tener brecha salarial, por no ser acosados por la calle, por no ser considerados propiedad de nadie.

Si después de eso seguís sintiéndoos oprimidos, quizá el problema no sea el feminismo. Quizá el problema sea que os habéis acostumbrado demasiado a vuestro privilegio.

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